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Lunes, 28 Diciembre 2009 20:00

Burbujas de Año Nuevo

por Graciela Cutuli
El champagne es el invitado más vistoso en los festejos y reuniones de fin de año. Un buen momento para degustarlo y para conocer mejor la región del norte de Francia donde nació gracias a la destreza de Dom Pérignon, que dio origen a un largo linaje de etiquetas emblemáticas.

Cuando llega diciembre, la burbujeante bebida oficial de las fiestas de fin de año libera por fin todo el poder que encierra en una sola botella: es el tiempo del champagne, de los brindis, del entrechocar de copas y del “plop” que hace el corcho al saltar, poniéndoles ritmo a los festejos.

También es un buen momento para conocer más de la Champagne, que así –con mayúsculas y género femenino– se nota la diferencia entre la región productora del espumante, al Nordeste de París, y su hijo más famoso. “Champagne pour les uns, caviar pour les autres” (champagne para algunos, caviar para los demás) decía hace unos años una conocida canción, y este lema bien representa lo que significa el famoso espumante: un poco de lujo al alcance de todos, una botella vip en todas las mesas que despiden el año.

El vino del Monje

Todo empezó alrededor de 1670 en el pueblito de Hautvillers, acurrucado en los suaves relieves de colinas y valles de la Champagne. El terreno de la región forma una suerte de paisaje de olas, cubiertas por viñedos. En verano es un mar verde que se extiende hasta el horizonte, donde los tractores de los vitivinicultores son como barcos, que aparecen y desaparecen a lo largo de los caminos mientras suben y bajan las crestas y los vallecitos. En invierno, en cambio, la región se pone gris y triste, bajo lluvias persistentes que traen el melancólico eco de la vida en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, librada durante cuatro años en esta región.

Hautvillers es el pueblo de Dom Pérignon, aquel monje que la historia recordará para siempre como el inventor del champagne. Hoy hace valer su estatuto de cuna en cada uno de sus rincones: no hay una casa que no tenga una referencia al champagne en la entrada o en la fachada y, por supuesto, la calle principal se llama Rue Dom Pérignon. Sin embargo, entre tantos homenajes, no hay una sola estatua para sacarse una foto con el fundador de tantas alegrías: curiosamente, la imagen del monje fue comprada por una de las grandes casas de champagne, que cuida celosamente su imagen.

En Hautvillers, los turistas se consuelan sacando una foto de la placa funeraria del monje, en la iglesia del pueblo. Bajo una austera lápida de mármol negro, una inscripción en latín certifica que ahí yace Dom Pérignon para la eternidad.

Hablando con los guías que hacen la visita del pueblo, se aprende un poco más sobre las circunstancias de este descubrimiento que no fue del todo un invento. En realidad, por las condiciones del suelo, el tipo de uvas cultivadas y el método de conservación, el vino blanco que se producía en la Champagne desde tiempos inmemoriales era un producto de mala calidad, que además entraba en efervescencia y hacía explotar las botellas en las bodegas de los granjeros.

Algunos monjes de la Abadía de Hautvillers, que cultivaban vides y hacían su propio vino desde el siglo VII, lo llamaban “vino del Diablo”. Dom Pérignon, el encargado de la bodega de la Abadía a mediados del siglo XVII, fue quien logró mejorar la calidad del vino y del proceso que lo volvía efervescente. Fue, sin duda, uno de los primeros enólogos de la historia, y quedará para siempre como quien “inventó” el famoso “méthode champenoise”, es decir el método de producción ahora celosamente protegido por una “denominación de origen”.

Es decir que se puede llamar champagne al champagne sólo si está producido en algunas zonas delimitadas con suma precisión: por ese motivo la Montaña de Reims, el Valle del Marne, y las Crestas de Blancs, de Sézanne y de los Bar son las únicas que elaboran espumante con derecho a ese nombre. Incluso hay viñedos dentro de estas mismas regiones que no reciben la tan preciosa denominación de origen. El champagne no sólo reluce como oro: vale como oro, y sus productores –que bien lo saben– ya tienen tres siglos de organización para hacer de su bebida el “vino de los reyes” y el “rey de los vinos”, como se escucha a menudo en las visitas guiadas por las ciudades y bodegas de la región.

Los Reyes de Reims

Además de Hautvillers, que es la visita imperdible de la región de Champagne, las principales ciudades para conocer en una “gira champenoise” son Reims, Epernay y Troyes. De las tres, la más pequeña es Epernay, que vive exclusivamente del, por y para el champagne. Las otras dos son capitales regionales y merecen la visita no sólo por el espumante sino también porque la historia pasó por ella a lo grande. Reims fue la capital de los merovingios, la dinastía franca cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos y que surgió con fuerza sobre el desmoronamiento del Imperio Romano.

No hay que dudar entonces de la antigüedad de la ciudad, donde iban para ser coronados los reyes de Francia. En tiempos remotos, el viaje de París a Reims era largo, fastidioso y hasta peligroso: sin embargo, no era rey quien no recibía la corona sentado en el trono que hoy todavía puede verse a un costado del altar en la Catedral local. La Catedral, que forma parte del Patrimonio de la Humanidad, es una de las mejores obras del gótico y sus ángeles sonrientes son casi únicos en todo el arte medieval, un detalle que les vale la mención en todos los libros de historia.

Su sonrisa es como la de la Mona Lisa, enigmática y dulce, como si en plena Edad Media adelantaran el Renacimiento poniendo humanidad en las austeras y rígidas estatuas góticas que cubren la fachada de la Catedral. Además de los reyes y sus cortes, los ángeles sonrientes recibieron también a Juana de Arco, que pasó por Reims en su recorrido para salvar a Francia de las pretensiones inglesas.

La ciudad está también vinculada con algunas de las hazañas de los pioneros de la aviación y con las dos guerras mundiales. La primera la destruyó casi por completo, y durante la segunda fue ocupada durante cuatro años antes de tener su revancha y convertirse en el lugar donde los Aliados recibieron la rendición del ejército alemán.

En los subsuelos de Reims hay todo un laberinto de túneles y cuevas que forman una suerte de ciudad invertida. Estos túneles fueron excavados en el subsuelo de roca caliza, blanda y fácil de tallar, que creó el relieve particular de toda la región. Allí se refugiaban los habitantes durante las guerras, y hasta se pueden ver todavía algunas indicaciones pintadas, como las cruces rojas que identificaban las cuevas donde funcionaban los hospitales subterráneos.

Estas mismas cuevas forman las bodegas de las casas de champagne, ya que tienen la temperatura y la humedad ideales para que las botellas envejezcan de la mejor manera posible. Es como si la naturaleza se hubiera adelantado a Dom Pérignon, otorgándole el mejor de los depósitos posibles: en invierno o en verano, allí bajo el suelo el termómetro nunca se mueve de los 10°C. Hay cavidades de este tipo bajo el suelo de Reims y de Epernay; también debajo de numerosas granjas, abadías y casas de la región. Por ejemplo, la cava donde la familia Drappier añeja sus champagnes en los viñedos de la región de Troyes perteneció a la famosa Abadía de Clairveaux, en la que San Bernardo fundó la orden cisterciense.

Un champage, varios viñedos

 En busca de aprender algo más, el museo más completo de la región se encuentra en un pequeño pueblo vecino, Verzenay. Este Museo de la Vid funciona en una especie de faro, construido con fines publicitarios a principios del siglo XX, y que parece marcar el rumbo en el océano de viñedos que cubre las colinas de Reims. Otra torre fue construida en Epernay por la firma Castellane: y aunque hay que animarse a 237 escalones para subir hasta la plataforma panorámica, la vista desde arriba vale la pena. Aquí también funciona un museo dedicado a los varios oficios del champagne.

Epernay es más pequeña que Reims, pero este detalle no le impide considerarse como la verdadera capital del champagne. Tiene más de 100 kilómetros de túneles donde se almacenan las botellas del espumante, en total miles de litros cuyos valores dan más vértigo que la embriaguez. Se dice de hecho que Epernay es una de las ciudades más ricas de Francia. Una riqueza discreta, donde las familias propietarias de un terreno en los viñedos “doc” tienen capitales que se cotizan en más de un millón de euros por hectárea.

En Epernay no hay que perderse la perspectiva de la Avenida de Champagne, una calle rectilínea bordeada por casas de renombre mundial, como la de Moët & Chandon, en cuyos jardines se encuentra la estatua de Dom Pérignon. Pero como su imagen está protegida, no es posible siquiera sacarse una foto de recuerdo: si lo supiera, el monje que ni siquiera patentó su trabajo se llevaría probablemente la sorpresa de su vida.
En Reims y Epernay se cultivan mayoritariamente vides chardonnay y pinot meunier, en tanto en los viñedos más al sur se cultiva también el pinot noir.

Son los tres únicos cepajes autorizados para confeccionar vinos de champagne. Para complicarlo un poco, además de estas tres variedades hay tres categorías de terrenos: los “crus”. Están los grands crus, los premiers crus y los sans crus. Cada casa y cada enólogo combina las uvas según los terrenos y las variedades para armar sus vinos, que además se comercializan como brut, sec y demi-sec, según el tipo obtenido. Todo un arte y una ciencia que empezó en 1729, con la creación de la primera casa comercial, la de Nicolás Ruinart, en 1729, sesenta años antes de la Revolución Francesa (se considera la más antigua, aunque no lo sea tanto como la casa Gosset, creada en 1584, cuando se hacía champagne sin saber que era champagne).

Para terminar la Ruta del Champagne hay que viajar al sur, y dejar las colinas de tiza de Reims y Epernay rumbo a Troyes. Los medievalistas conocen su nombre porque fue la sede de algunas de las principales ferias de la Edad Media, pero quienes recorren este camino burbujeante van en busca de los viñedos en torno a los pueblos de Bar sur Seine y Bar sur Aube.

Comparten el nombre, pero están sobre dos ríos distintos, y sus numerosas bodegas permiten visitas y degustación de productos. Entre una copa y otra, se puede visitar también la Abadía de Clairveaux y el pueblo de Celles sur Ource, donde se levanta la casa del maestro impresionista Auguste Renoir. En estas bodegas se puede comprar botellas a mejores precios que en otros lugares.

Y para quien quiera festejar a lo grande, o disfrutar aún más del “plop” del corcho que salta en el aire, algunas producen botellas llamadas “Melchizedec”: nada menos que 30 litros de champagne en un solo envase, como para festejar más largamente. “A votre santé” (a su salud), como se dice tradicionalmente al levantar las copas

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