mvdmausoleoslider-intro-1920-400
solis-slider-intro-1920x400
mausoleo-slider-intro-1920x400
pocitosslider-intro-1920-400
Martes, 24 Marzo 2009 04:47

Para qué escribo

 por Carlos Montero (para introducción de Antología en España)
 
A los seis años escribí (y vendí) “La historia de mi vida”, obra que quedó trunca al finalizar el primer capítulo. Por obvias razones, había que esperar a vivir el resto por contar. El escrito -que guarda aún la vieja tía- sólo podía despertar curiosidad en el entorno familiar. Tardé en entender que al relatar lo propio o describir la
aldea, no pintamos el mundo ni le interesará a los demás lo que escribimos sino hasta encontrar universales -que anidan bajo la superficie de la comunidad en que vivimos o la propia alma que habitamos- que trasciendan tiempos o lugares. O sea que escribo en busca de reflejar seres, de carne o papel, que reten dilemas ante los que muchos otros humanos de carne se puedan hallar o identificar en su entorno.

 

Pocos meses antes de morir, don Alfredo Zitarrosa me confesaba que debajo de todo lo que cantaba había una milonga: “así sea un gato, abajo hay una milonga” decía en el living donde ensayaba hasta la madrugada. A años luz de distancia, creo que induje de tres décadas de oficio que, bajo cada texto que escribo –sea crónica, artículo o cuento- hay un ensayo agazapado, frustrado o en potencia. Si como reportero sé que el fin de la información es reducir la incertidumbre, del que la recogió y del que la lee, el fin de la escritura –sea en busca de reflexión ética o armonía estética- es ahondar preguntas y respuestas sobre la comunidad y condición humanas. Escribo para ensayar respuestas o preguntas que abran nuevos dilemas que reclamen más contestaciones. Lo hago consciente de que son ensayos provisorios, hasta que la realidad los destruya o nos ayude a corregirlos. La tradición oral transmitida como posta de generación en generación no deja de ser una degeneración por la memoria, que es lo que volublemente queda en cada uno de lo sucedido o lo que contaron sus protagonistas y testigos.

 

El pasado ya no existe. Existe un presente en permanente conversión a la obsolescencia que, superado, deja huellas en nuestro subconsciente. Hoy confiamos nuestra memoria y escritura al ordenador nos decía -a principios de milenio- el miembro de la Academia Francesa Michel Serres, uno de los inmortales. El disco duro era el instrumento tecnológico para  extender nuestra capacidad de almacenamiento de datos y cálculo. Hoy andamos como jíbaros con nuestras cabezas colgando del pen-drive o memoria flash, en alusión a la luz, portabilidad, poco peso y efímera durabilidad. Cada vez más, nuestras memorias quedan almacenadas en espacios virtuales sin asiento físico, lo que arriesga su pérdida por accidente o atentado (accidente provocado, como lo calificaría el filósofo francés Paul Virilio).

 

Para algunos está en juego la Post-Historia, pues la convención dicta que el ser humano entró en la Historia tras aparecer la escritura. En verdad entramos cuando se la desarrolló sobre asientos físicos conservables –desde el pergamino, al papiro o papel- que permiten registro, recuperación, reconstrucción y reproducción de historias que se recuerdan o crean para que otros disfruten o recuerden. Y aunque no somos dueños de la interpretación del lector, somos locatarios o visitantes del aproximarnos -que las lenguas cuasi permiten- a lo que queremos denotar y connotar.

 

Escribo para ensayar en sus dos acepciones. La de probar e intentar provisionalmente reconstruir linealmente -mediante el metafórico texto- la riqueza de la vida que lo desborda. Y en la acepción de ensayo como formato redaccional, no sujeto al método científico clásico de hipótesis, tesis y antítesis sometidas a verificación, El ensayo da libertad de abordar la riqueza de los problemas sin esquemas artificiales e inexistentes en la práctica (como el silogismo) que la Lógica creó cual semilla para entender cómo reproducir las inabarcables sinapsis de los hemisferios cerebrales.

 

En los hechos, al escribir no desarrollo sino desenrollo. Mi dispositio se mimetiza con los rollos de alambre de púa, cuyos círculos nunca se cierran sino, en el momento en que parece que lo harán, se enlazan abriendo un nuevo giro. Y los espinas metálicas que periódicamente cortan el curso del desenrollo sirven para no dejar que el lector se acomode confortablemente del todo, sino para sobresaltarlo, tenerlo siempre alerta para no descansarse en la certeza de lo previsible sino atender la posible herida superviniente.

 

O sea que escribo tanto para entre-tener intrascendentemente la propia existencia, como para saber que algo propio sobrevivirá a mi cuerpo en este planeta (trascendencia, no éxito), para no quedar sujeto a las variables versiones que otros dirán de lo que dije. Y escribo para ensayar bocetos abstractos o figurativos que permitan a otros terminar su propia pintura.  Escribo para describir o interpretar lo que puedo captar parcialmente de la vida, para ensayar las líneas subyacentes que imagino bajo la acción. Y cada vez que escribo algo de ficción, estoy escondiendo un ensayo y una crónica. El reportero y el historiador provenimos del mismo origen del cronista, como Heródoto, aunque éstos construyeran narraciones que se completaban con mucha ficción, genealogía del cuentista y el novelista.

 

Busco construir un narrador que –en ficción o realidad- sea un alma que recorra lo que sucede y acceda a la gente que lo protagoniza, con el alma abierta para entender y sacar conclusiones siempre temporales. Antes de la escritura está la recolección de aportes del presente en curso, de la historia in status nascendi como decía el maestro Ryszard Kapuscinski, o sea la historia en estado de nacimiento, con poca distancia narrativa y rodeado del fragor de los actores. Reconozco que nuestra avidez por reportar lo que pasa y analizarlo, domina mi esencia, mejor que inventar mundos alejados del que vivimos. Esos serían los creadores stricto-sensu, más que los novelistas históricos que son recreadores o los cronistas re-presentadores.

 

En ‘El Placer del Texto’ (1973), Roland Barthes aseguraba que “La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra”. Podrá serlo para el lector o el escritor ante la obra terminada. Sin embargo, desde que la hoja en blanco se mancha y atraviesa incontables versiones que aspiran a convertirse en el “original” final, mi sensación es que el escritor sólo podría sentir placer en ese proceso de creación/recreación si fuera un masoquista. Y quizás lo sea. Paradójicamente, se aisla para conectarse con el mundo o, al menos, con el mundo del texto, hasta alcanzar el placer de superar sus límites, lo que obliga a sufrir o al sacrificio disciplinado. Fui atleta de fondo y aprendí que, en ese momento de dolor de la performance en que no se sabe si se llegará al final, más vale no preguntarse para qué corro. Hay que postergar ese dilema y mentirse que abandonaremos recién cuando terminemos ese esfuerzo concreto. Es una trampa pues, cuando se completa la jornada ya no nos preguntaremos para qué escribimos, porque el goce del sprint (cierre o remate) al límite de las fuerzas, dejará luego paso al placer del texto édito, que ya no será nuestro sino del lector.

 

Más que pequeñas historias siempre guardo la pretensión de despejar huellas de la gran Historia. Sin caer en la poética fragmentaria del maestro, sigo creyendo que existe una totalidad, que no tenemos la capacidad de abarcar ni dominar, pero que podemos ensayar de nuestras inducciones. Ello lo podemos hacer en base a hechos históricos presentes o pasados, o utilizando parábolas ficticias que hablen de condición humana y nuestros profundos dramas, que semejaban tontas comedias para los dioses griegos.

 

Escribo por la misma razón que leo, pero con intención inversa. Si en un caso quiero aprender de las experiencias, creaciones y conclusiones que los ajenos pusieron a disposición de los demás, también quiero que -los que lo deseen- puedan aprovechar lo que recogí o reconstruí en mi corto andar. La convicción subyacente de que somos una piedra más en una ancha muralla que se hunde en el mar, de la cual las actuales generaciones somos apenas lo que todavía no ha sido anegado -y se mantiene a flote- pero lo hará.



Acerca del autor
Carlos Daniel Montero Gaguine es Corresponsal en el Mercosur de RADIO NEDERLAND y revista MERCADO y Coordinador de Corresponsales de RADIO URUGUAY.