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Martes, 12 Mayo 2009 19:09

Una tortura moderna: el viaje en avión

 por Rolando Hanglin, Especial para lanacion.com
El viajero llega al aeropuerto, con tres horas de anticipación, mal dormido y con susto. Supongamos que no ha sufrido ningún accidente, que no lo ha interceptado ningún piquete: de todos modos, los aeropuertos del mundo quedan siempre muy lejos de las ciudades donde viven los viajeros.
 Además, hay que llevar maletas, bolsos, documentos, dólares, abrigo. O sea: lo más aconsejable es contratar un remise o un taxi (todo carísimo) o bien convencer a un pariente piadoso, ya que el automóvil nos lleva pero luego debe seguir su camino, porque nosotros... ¡nos vamos!

El viajero ha estado planeando el viaje durante días (o meses). La reserva de los pasajes. Las noches de hotel. Menudean los amigos expertos, consejeros y asesores. Personas que han estado en el lugar que nos espera, sea Iguazú o Praga, Omaha o Londres, Montreal o Dar-Es-Salaam. Todos opinan. Todos saben más que el viajero. Todos dan consejos contradictorios. Hay compañías más caras, otras más puntuales, otras extremadamente serias, pero que no viajan los lunes sino los jueves. El hotel que imaginamos cinco estrellas, en realidad, fue demolido el año pasado, nos informa un amigote más viajado. Y otro nos informa que la simpática pensión es un narco-tugurio.

El viajero va trazando, laboriosamente, su viaje y llenando la maleta con horas robadas al sueño o al trabajo, y allí atesora un buen suéter, tres pares de medias, tres camisas, tres calzoncillos, un pantalón que combine con todo, zapatos que ocupan mucho espacio, camisetas, remeras deportivas, pantuflas, pijama, las pastillitas de la noche y las de la mañana... pero la maleta no cierra. ¿Y cómo llevar la campera-abrigo todo-terreno, imprescindible para los aviones y los hoteles con aire acondicionado, donde uno infaliblemente se enferma de neumonía? En el brazo. ¿Y el estuche con pasaporte, dólares, papeles varios, tarjetas de crédito, seguros médicos, lapicera, libreta, agenda? En el brazo también. ¿Y el libro para el viaje?¿Y la revista, y el diario? En el brazo. Ya son varios objetos para un solo brazo. El otro brazo deberá empujar la maleta con rueditas, que se atascan una y otra vez, de modo que el viajero termina agrediéndola a patadas.

Llega, entonces, el viajero estresado al aeropuerto. Lo primero que encuentra es una muchedumbre insólita. Altos negros de Nigeria con sus bellas túnicas, silenciosos pero veloces chinos en grupo, monjas y curas, estudiantes, mochileros, matrimonios, familias con hijos, americanos, alemanes, suecos, brasileños. Una alucinación fabricada especialmente para producirle un shock psicológico: todo el abrumador planeta está allí.

El viajero busca alguna persona con uniforme que le diga dónde está el mostrador de la compañía X-Air (porque a la vista hay un hall de 200 metros con mil mostradores de distintas líneas, y adyacente otro hall igual, y después otro), pero las personas uniformadas se esfuman. A lo sumo, responden con un ladrido:

-¡Lea la pantalla!

Tembloroso, el viajero no puede enfocar la vista en la pantalla. Es que no hay una sola pantalla. Hay docenas de pantallas y monitores. En cada una se enumeran vuelos provenientes de: Dublin, México, Moscú, Karachi, Liverpool, Hamburgo, Nicaragua, Montreal, Beijing, Nueva York, Paris, Dallas, Miami, Estocolmo, Montevideo, Copenhague,Tokio, Oslo, Barcelona, Osaka, Lisboa ...¡Y así hasta el infinito! Hay que seguir con extremo cuidado la línea imaginaria que une la ciudad buscada con la compañía elegida y con el número de vuelo, para conocer su situación. Nunca es un número fácil: por ejemplo, 09354921. Pero retenemos los últimos tres dígitos: 921. En el renglón siguiente puede decir Boarding, Delayed o Canceled o cualquier otra cosa. Es decir que nuestro vuelo ya salió, está demorado, está esperándonos histéricamente o no existe más. Todo es terrorífico.

Ahora bien: ¿A donde hay que ir? Hay que ir a un sitio denominado A - 129 - Z8 - Sp.

¿Qué es A? ¿Pasillo A, hall A, sala A, aeropuerto A?

El viajero sale al infinito hall como un poseído, empujando la maldita valija que, en realidad, es pesadísima. Y camina, camina, camina kilómetros. Es casi como ir andando a Madrid o a Nueva York. Acompañado por otros pobres diablos con la misma expresión de agotamiento y extravío. Escaleras mecánicas, otras escaleras comunes y silvestres con los bártulos a cuestas, y nadie que informe. Finalmente, llega a lo que parece ser una cola. Parece ser Migraciones.

¡Migraciones! ¿Tengo el pasaporte? ¿No habré traído el pasaporte del año pasado, que no tenía visa para Estados Unidos y lucía un sello de "anulado"? ¿Y los dólares? Cuidado los dólares. ¿Y la tarjeta de Migraciones, y el formulario para la aduana? Los recuadritos dentro de cuyo contorno deben escribirse las letras están colocados de una manera inverosímil. Ideal para equivocarse. ¿Dónde puedo apoyarme para llenar estos formularios? Los pasajeros descubren que no hay mesas, no hay mostradores, y mucho menos sillas o sillones. Todos los turistas están allí, indecisos, parados y apurados. Entonces se tiran al piso, usan de pupitre, la espalda de un amigo, dibujan letras imposibles... y finalmente pasan.

A ver: ¿Dónde es A? Después de Migraciones viene un pasillo enorme donde se ven muchos letreros luminosos en celeste, amarillo, rojo, naranja, indicando derivaciones hacia otros pasillos, que en realidad son avenidas inmensas, recorridas por turistas despavoridos. Entre paréntesis: ¿Dónde hay un baño? ¿Qué hora es? En fin, sigamos. Un letrero indica H de manera evidente, y debajo 1, 2 y 3, hasta 6. Si vamos en la dirección correcta, es decir el abecedario al revés, pronto encontraremos la salida hacia G, luego F, y así, finalmente, la A. ¿Será esa nuestra A? Vamos caminando largo. Los otros viajeros chinos, negros y suecos empujan sus maletas con la misma angustia.

El viajero intenta buscar a personas informadas. Pero nadie sabe nada. Ni la chica de los chocolatines, ni el muchacho de las revistas, ni mucho menos los ajetreados pilotos y azafatas que pasan a nuestro lado, mirándonos como a lauchas.

De alguna manera, el viajero sube a un avión. Todo indica que es el suyo. Hay que levantar la maleta luego de atravesar miles de metros, y el dificultoso pasillo estrechito, para embutirla en un portamaletas, y luego respirar hondo. Después de tres horas de esfuerzo y desconcierto, estamos en viaje. Por un momento pareció que el viaje se iba al diablo por extravío físico y mental del pasajero, pero hemos llegado al avión.

Ya tenemos a un turista empapado en transpiración, lleno de incertidumbre y desilusionado. El asiento (sobre todo el que corresponde a los pasajeros de la "turística", que son toda la doliente humanidad) es pequeño y rígido. Las azafatas están muy apuradas. Hay turistas que no saben dónde colocar un paquete suplementario, algo que compraron en el Free Shop...¡Esa maldita colonia, ese abrigo escocés, esas cajas de alfajores!

El viajero es asaltado constantemente por el recuerdo de las cosas que tal vez olvidó: ¿Tengo mi pasaporte? ¿Mi cepillo de dientes? ¿Mi traje de baño? ¡Imbécil, vas a Río de Janeiro y te olvidaste el traje de baño!

En el mundo actual, los seres humanos disponen de pocos días libres. Digamos, ocho. O tal vez, catorce. Son catorce noches. Dos de esas noches las pasarán sentados en la losa de fórmica que constituye la butaca de los aviones. Con calambres en la espalda y las piernas agarrotadas por la posición fetal. Estos viajeros pagan unos 1000 dólares para que los lleven a Miami, a París o a Bahía. Y por ese precio duermen, dos noches, como un preso en la celda de castigo. Como un mendigo en un banco de plaza, ateridos por el aire acondicionado y desvelados por el llanto de los bebés. Por algún motivo insondable, viaja mucha gente con niños y bebés.

El aeropuerto es un estallido de colas interminables, esfuerzos físicos, impactos angustiantes, imágenes de terror: una bofetada, nada parecida al glamour que el viajero compró en los folletos de colores que le ofrecían "Carnaval Carioca" o "Los Castilos del Loire".

A esta altura, el lector me dirá que hay una solución muy sencilla: no viajar a ninguna parte. Es cierto.

Pero el viaje es educación. Un día en el extranjero vale por un año de vida, porque se conocen otros países, otras razas, otra gente, maneras de pensar y de vestir, de comer y de reír. Se aprende. Se crece. Eso sigue siendo cierto. Se cambia de aire.

Nosotros, los que hoy somos mayores, nos criamos con la crisis del 30 en los huesos. Nuestra infancia no supo de aviones, televisores, internet, notebook, celulares, idiomas. Apenas, autos. Nuestras fronteras han sido siempre muy estrechas. Para los de Ramos Mejía, la Avenida Rivadavia. Para los de Olivos, la Avenida Maipú. Para los salteños, la calle Caseros. Para los marplatenses, la Juan B. Justo. Y pare de contar.

Muchos de nosotros llegamos a los 20 años sin haber visto nunca jamás a una persona negra. A un gay. A una mochilera canadiense. Sin saber cómo suena el idioma sueco. Y cuál es la diferencia entre el semblante de un alemán y el de un holandés. Somos una buena gente de cabotaje, y la globalización que empezamos a vivir en los 90 nos agarra ahora en pleno descontrol.

Todo es masivo. Con malos modales. Con una infinita desconsideración. Se llevan 60 uruguayos a Berlín, o 190 belgas a México, como quien lleva un camión de hacienda a Liniers.

Los equipajes perdidos llenan hangares enteros: son toneladas de objetos preciosos para sus lejanos dueños, que ya nunca podrán encontrarlos. Están definitivamente extraviados. Cada tres años, les prenden fuego para hacer espacio.

La apariencia de control esconde un descontrol absoluto: ¿Cómo fue posible, si no, que cuatro aviones de pasajeros de las principales compañías americanas fueran estrellados contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono? El lector debería sopesar lo que estamos diciendo: un avión lleno de pasajeros iguales a usted, a mí, a nuestros hijos que van de excursión a Bariloche por el fin de curso, a las chicas de la oficina que se juntan para pasar una semana en Cancún. En fin, viajeros, turistas, personas comunes de clase media, se precipitó sobre los muros exteriores del...¡Pentágono! Por supuesto, murieron todos.

Los aeropuertos más concurridos, que son llave de paso hacia otros países o regiones (Málaga, Miami, Atlanta, Madrid) son los más enloquecedores. Allí resultan más largos los pasillos, más mudos los funcionarios y más abrumadoras las pantallas.

En fin. Yo haré lo que todos. Seguiré viajando cada vez que pueda, porque de todos modos es parte de la vida, y es bello. Pero no puedo olvidar que hubo otro tiempo, el de nuestros padres. Cuando viajar era una ocasión "de alto vuelo" (precisamente) y los turistas eran tratados como personas. Tal vez eran pocos, sí. Tal vez eran ligeramente ricos. Nos traían de lejanas tierras algunos regalos inconcebibles para nuestra alma de niños, como el chicle globo o los suéters de ban-lon.

Pregunta el viajero inoportuno: ¿No sería mejor que hubiera miles de aeropuertos pequeños para que la gente no se apiñara en estos aquelarres de multitudes? Aeropuertos internacionales descentralizados, con pocos aviones, pocos pasajeros y pocos empleados, amables y serviciales. Por ejemplo, en nuestro país podría haber un aeropuerto internacional en Córdoba, otro en Rosario, otro en Bariloche, otro en Salta, otro en Corrientes, otro en Neuquén, otro en Bahía Blanca, otro en Mar del Plata, para viajar sin escalas... es decir que no sean "internacionales" en las palabras sino en los hechos. De este modo, nadie sería obligado a formar las diabólicas colas en la Aduana de Ezeiza, con los riñones al rojo vivo. Bah, ya sé. Es una utopía.

Me lo imaginaba.

Fuente: LaNacion.com