Como desde hace 30 años, Ann cocina en la vereda el bhan cuòn, especie de crèpe rellena de cerdo, hongos y especias
Foto: gentileza Discovery Travel & Living
Más de 24 horas de vuelo me separaban del destino, Hanoi, la capital de Vietnam. Escuchar palabras incomprensibles, ver los sombreros cónicos, admirar la limpieza en las calles y encontrarse con 80 millones de asiáticos juntos fue una gran sorpresa. Son muchos, miles de ciclomotores en la calle, cada uno con un sonido de bocina diferente; las calles y las avenidas, todas de doble mano, y las motos que sólo circulan, tocan bocina y circulan. La primera vez que intenté cruzar, esperé más de diez minutos y no hubo manera de encontrar un espacio disponible para mi andar a pie. Minutos después llegó la receta: caminar a paso lento y mirar hacia el frente, siempre. ¡Y funcionó! A medida que avanzaba, las motos desaceleraban o me esquivaban o paraban: no hay manera de que a uno lo pisen. Así es Hanoi, enmarcada por el lago Hoan Kiem, desde donde salen en diagonal las 36 calles del Old Quarter. Un centro al estilo mercado antiguo donde en cada una de las calles se vende un producto diferente: la calle de las camperas, la de las corbatas de seda, la que sólo vende comidas, la de los zapatos y ojotas, la de los cafés, la de los jarrones y más. Tampoco faltan los karaokes, en la calle Pho Ló Sû, el principal entretenimiento nocturno. Pero más que tiendas son calles tomadas: todo lo sacan afuera, y si el local vende lápidas en forma de pagoda, también. Por supuesto, hay un sinfín de comercios con accesorios para las motocicletas más ramos de extrañas flores y árboles pequeños. A la vuelta de cada esquina hay negocios de comida o alguien vendiendo en la calle. Son pequeños locales donde la mujer está al mando de la elaboración de los sabores y se ubica en una mesa afuera. Dos o tres muchachas la asisten en la preparación y esperan sus órdenes mientras atienden a los comensales, que se sitúan en pequeñas mesas y sillas bajas dentro del local o afuera. Sólo los mayores y los antepasados (en sus altares en cada hogar) tienen derecho de sentarse a sillas de altura.
A las 11 de la mañana, me aconsejaron tomar pho bo (se pronuncia fu), la sopa que se bebe durante todo el día y es muy popular como desayuno, aunque muchos la recomiendan como receta contra la resaca del vodka casero que ofrecen. Luego de elaborar el caldo, se sirve en bols individuales a los que se les agregan los fideos de arroz, las láminas de carne, cebolla, porotos negros y chile, los condimentos más utilizados. Se acompaña con quay, un buñuelo de arroz rico para remojar como una vainilla, y se come con palitos y cuchara para ayudar. Son las mujeres las que más trabajan, y eso se descubre rápidamente por su vestimenta: jeans, pantalones, camisas o remeras occidentales. En sus cabezas nunca faltan los sombreros cónicos, que las protegen tanto del sol como de la lluvia y que están presentes en el paisaje vietnamita urbano, así como en el rural. Caminan entre las calles cargando dos cestos, palanganas de mimbre, con un palo de sostén, como una especie de balanza humana. ¿La clave para cargar tanto peso? Pasos cortos y rápidos. Fue imposible alcanzarlas para lograr una buena foto. Llevan comida, fruta, ropa y todo el kit necesario para sentarse en un banquito y prepararle a quien se lo pida un exquisito plato de pescado. En el campo, son las encargadas de sembrar y cosechar el arroz en superficies que se extienden donde haya una porción de tierra libre, al costado de la ruta o, en provincias como Hoy An, entre dos casas. Los sombreros de los hombres son más redondos, pero sólo se pudo ver uno que estaba a la venta en una de las tiendas. El Ciclo, un mateo de tracción humana, es otra de las peculiaridades de las grandes ciudades, como Hanoi y Ho Chi Minh (Saigón), al sur del país. Un paseo en ellos es una de las actividades ineludibles para quien las visite. Luego de un copioso desayuno sopero, se necesitaron casi dos horas de ómnibus (ya que ningún vehículo supera los 60 kilómetros por hora, al igual que las motocicletas) para llegar a la fábrica de fideos, es decir, una modesta casa ubicada en la provincia de Hatay, al norte de Hanoi.
Es una villa que sólo produce un tipo de fideo de arroz, el banh pho, o palitos de arroz, utilizados para la famosa sopa. También existen los fideos tipo bollo, los secos y otras seis variedades en las que el arroz es el protagonista.
En este pequeño pueblo, el banh pho se fabrica fermentando en primer lugar la harina de arroz y luego extendiéndola sobre camillas de mimbre; cuando las láminas se secan, se disponen en una especie de prensa que manualmente las corta muy, muy finitas. Luego, las dejan en las camillas, paradas al costado de la ruta para secarlas al sol. Finalmente, tres jovencitas sentadas en cuclillas (una de las posiciones favoritas de los vietnamitas) las separan y atan en madejas para luego envasarlas en celofán.
La comida es espectacular, tanto en los locales de la calle como en los más refinados restaurantes. Por medio dólar, u ocho mil dongs (moneda local), se puede degustar también el bhan cuôn en la calle. Ann lleva preparándolo 35 años. Consiste en una especie de crêpe (obviamente, con harina de arroz) muy suave al paladar. El relleno es de cerdo y hongos, y por encima echalotes y jengibre. Con los palitos en la mano, hay que remojarlos en la salsa de pescado con leche de coco, cilantro y lemon grass. Un líquido transparente, picante y dulzón, con aroma a pera, fue el toque en la salsa servida para remojar cada bocado. Por suerte, me enteré del contenido luego de terminar la porción. Era un extracto de... ¡cucaracha!, envasado comercialmente.
¿Cuál es el secreto del equilibrio culinario? Tanto en la calle como en los restaurantes, los sabores son armónicos al paladar, en un perfecto equilibro entre lo picante y lo suave (gracias al aromático y fresco arroz), lo dulce y lo ácido, lo líquido y lo crocante, lo frío y lo caliente. Ingredientes indispensables, como los chiles secos o frescos, diversos tipos de albahaca y la reina: la salsa de pescado. Utilizada como la sal en Occidente o la soja en el resto de Oriente, con un aroma muy pungente, generalmente se la combina con azúcar, ajo y jugo de limón. Se utiliza como dip, llamado nuoc mam cham, ideal para mojar los nem (arrolladitos rellenos de langostino o carne o vegetales, crudos o fritos). El polvo de las cinco especias es otro de los preferidos, y se usa en pequeñas cantidades para condimentar: es un blend de canela, anís estrellado, clavo, pimienta de Shichuan e hinojo. La hoja de menta es la hierba indispensable para las ensaladas; también el lemon grass, en todas las versiones. El maní y el ananá funcionan para los sabores y las texturas que acompañan especialmente los abundantes platos con langostinos. La delicadeza de los ingredientes y sus combinaciones, junto con las técnicas francesas aprendidas durante 70 años de colonización, hacen de cada plato un manjar inolvidable. Es llamativa la variedad de preparaciones con pan (francés), como el croque, el tostado de pan relleno de omelette y hierbas que se vende en las calles. El bun cha (bun, fideos de arroz; cha, cerdo) es uno de los platillos predilectos para el almuerzo de los habitantes de las calles de Hanoi; el aroma del adobo del cerdo grillado en un gran tostador sobre el fuego es su mejor publicidad.
Los edificios angostos y profundos le aportan singularidad a la construcción vietnamita. Cuentan con no más de siete pisos, una escalera en el medio y balcones en el frente y contrafrente; aparecen como mojones y se asemejan a los juncos de bambú que crecen en conjunto, o también a torres de vigilancia. Esto se debe a que en su historia de guerras constantes y colonizaciones (donde tuvieron responsabilidad China, durante 1000 años; Francia y Estados Unidos) utilizaban esas viviendas para comunicarse rápidamente entre vecinos. Entre estas típicas construcciones, pintadas de llamativos amarillos y verdes, conviven milenarias pagodas budistas que aún hoy funcionan, casas bajas de estilo occidental, monumentos y mausoleos que pertenecen a las actuales reparticiones estatales comunistas, junto con edificios como la Opera o la Catedral, que con su estilo gótico francés confirman que Hanoi es la París de Oriente.
Hacia el norte de Hanoi, una excursión diurna me acercó a conocer la Pagoda del Perfume, o la tierra sagrada del budismo. Luego de dos horas de ómnibus, el trayecto continúa por una hora más en pequeños botes capitaneados por mujeres, que son quienes reman. Un recorrido por un delta donde los pobladores pescan, construyen casas y cuidan los campos de arroz, hasta llegar a una gran isla con montañas y más de cien pagodas diferentes. La Pagoda del Perfume es una antiquísima caverna a la cual se puede llegar tras 45 minutos de caminata o pagar cuatro dólares y subir en un moderno teleférico. Al llegar a la cima, decenas de vendedoras de incienso, monedas, velas y billetes de papel para quemar en la gruta insisten en que se adquieran sus productos. Si la idea es hacer pedidos a Buda, es necesario saber que los sahumerios siempre deben prenderse en número impar. A las pagodas no se puede entrar en musculosa, y sacarse los zapatos es un requisito necesario (tener cuidado con las medias elegidas). La excursión tiene un costo de 20 dólares con comida incluida. Más al Norte, en el verde mar de China, se llega a la bahía de Halong, un sitio de visita obligada. Lo ideal es tomarse dos o tres días y dormir en una de las islas que crecen como por arte de magia en el océano o pasar la noche en un simpático camarote de los barcos con velas rojas, esos que pasaron a la historia en la película Indochina (US$ 30, con comida y noche incluida; cuatro más si se prefiere habitación con aire). Hacia el Oeste, en la montaña se encuentra Sapa, adonde se puede llegar en tren desde Hanoi, para realizar un tour de caminatas y conocer la vida y las costumbres de las etnias minoritarias de Vietnam (75 dólares, tres noches).
Tentada por conocer la tierra de las sedas, llegué en una hora de vuelo a la ciudad de Hoi An, ubicada en el centro-este de Vietnam, sobre la costa sur del mar de China. Tiene una gran playa con palmeras a tres kilómetros del centro, ideal para alquilar una bicicleta y llegar en 20 minutos de pedaleo hasta la costa. El camino es muy pintoresco, rodeado por campos de arroz, simpáticos hoteles y restaurantes. Hoi An fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco por el buen estado de conservación, ya que fue la puerta del comercio marítimo del sudeste asiático entre los siglos XV y XIX. Sus edificios muestran una mezcla única de influencias locales y extranjeras.
Hoy es una pequeña villa que se dedica principalmente a la manufactura. Un local al lado del otro ofrecen trajes, vestidos y camisas, con modelos del Este y del Oeste. Pero lo exhibido no está a la venta. En su interior tienen las piezas de tela. Hay vietnamitas, indonesias, chinas; de todas clases y colores. Luego de discutir el precio y llegar a un acuerdo, negociación indispensable en todo el país, elegí el modelo y la tela de mi traje vietnamita. Más de veinte medidas fueron tomadas por la costurera y en medio día estuvo listo mi elegante ao dai. Lo mismo pasa con los zapatos, y ambas cosas incluyen hasta bordados especiales o diseños pintados a mano. En el viejo centro de la villa, las callecitas son empedradas y entre pagodas antiguas y bares ideales para el relax se puede espiar a los que fabrican las redondas y coloridas lámparas de tela o a los que esculpen los gordos budas en madera. Al llegar al puerto (luego de cinco minutos de caminata), las dos calles que bordean el río Hoi An son ideales para elegir alguno de los reductos iluminados con las simpáticas lámparas de colores y sentarse en sus terrazas a degustar algunas de las especialidades de la zona. El cao lau es una sopa que llega a la mesa en una olla a la que se le agregan lentamente atún, fideos de arroz amarillos y vegetales, y que se comparte entre varias personas. Cuentan con menús combo para probar varias cosas, y cuatro platos cuestan menos de tres dólares.
Antes de mi regreso a Hanoi para tomar el vuelo que me traería a Buenos Aires y recuperar así las casi doce horas de diferencia horaria, me debía mi último café vietnamita, el sua da. Para ello, había que ir a la calle de los cafés, Bao Khan, en el centro de la ciudad. Se sirve una potente medida de fuerte café local más un poco de leche condensada, se mezcla y se vierte en un vaso corto de vidrio repleto de hielo. La poción perfecta que me permitiría recordar cada destello de una de las ciudades más exóticas de Asia.
Por Sabrina Cuculiansky (enviada especial)
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Para saber más:
www.sinhcafe.com
www.vietnamtourism.com
www.bobbychinn.com