LA PUESTA DEL SOL
Estábamos en Negril, a noventa millas de Kingston, en Jamaica, la tierra de Marley. Las horas transcurrían plácidas e intensas; el marco, un impresionante complejo hotelero a orillas del Caribe con sistema Todo incluido.
Es muy difícil, sustraerse a la tentación de quedarse todo el tiempo en el complejo; las debilidades humanas, en esos casos, superan al intelecto; la natural inquietud de todo turista por conocer, experimentar, investigar ese territorio que se visita, en muchos casos queda relegada por el simple hecho de no querer perder nada de lo que es ofrecido.
Desayuno buffet en medio de espesa vegetación, con exóticas frutas tropicales; piscinas, blancas arenas, las incomparables aguas caribeñas, jet ski, snorkel, infartantes topless, audaz nudismo. El aperitivo obligado; el abrumador almuerzo regado con cerveza; el intento de retozar sobre una reposera a la sombra de una palmera ,se frustra si lo buscado es dormitar; los ojos se niegan a cerrarse ante tanta cosa para ver. Nunca falta la invitación para intentar un dobles en el court de polvo de ladrillo o un mano a mano en el frontón o en la mesa de pool.
Cuando cae la tarde, luego de una ducha que ayuda al espabile, la cita es en la barra del bar de la piscina y la duda es la etiqueta, no en la vestimenta, en el escocés.....roja, negra azul o tal vez en el añejamiento. Superado el momento, con la copa en la mano, dejando que la leve brisa disimule con exactitud extrema la temperatura, al punto de hacerla extraordinariamente disfrutable, nuestros oídos perciben el reggae que escapa de la disco y nuestras piernas nos transportan al origen de la música. El cuerpo se mueve solo, torpemente, es ahí que llega la instructora, nos aglutina con el resto del grupo y de pronto, todos, nos sorprendemos acompasando con cierto tino, los pasos de ese baile.
Una de las tardes, cambiamos las canchas por una salida guiada en bicicleta hasta el pueblo, a comprar souvenirs, pedaleando por la izquierda de la ruta, al puro estilo británico. Otra tarde, el aviso: a las cinco los pasamos a buscar para ir a ver la puesta del sol.....
Otra vez la duda, dejar el complejo o seguir la corriente....
A las cinco en punto subíamos al microbús y nos dejábamos conducir hacia una península cercana al enclave hotelero. Al llegar a la playa de estacionamiento calculamos que habían más de cincuenta unidades de transporte entre camionetas, micros y buses; establecimos mentalmente un promedio de pasajeros y llegamos a la conclusión que holgadamente, el número superaba el millar.
Ingresamos al único establecimiento construido sobre el mismo ángulo de la península. Nos encontramos con la exacta medida de lo que debe contar un lugar preparado para el turismo: quiosco de souvenirs, insumos fotográficos, golosinas y cigarrillos; bar con las clásicas barras y detrás de ellas, varios bartenders, agitando cocteleras y sirviendo copas; unos pocos metros más, el restaurante al aire libre donde se destacaban los blancos manteles, los arreglos florales multicolores y un entorno de naturaleza vegetal incomparable. Desde el bar y también desde el restaurante, la vista al mar era perfecta y además, contornando la línea peninsular, desde la altura del establecimiento, bancos donde se apostaban los visitantes, cámaras fotográficas y filmadoras preparadas para captar el momento sublime de la caída del astro rey. Nuestra mirada al horizonte nos indicaba que faltaba un buen rato para que esto ocurriese; estábamos en ese razonamiento cuando oímos el murmullo y vimos como todas las cabezas giraban hacia la izquierda. A unos veinte metros del restaurante, descubrimos la plataforma de lanzamiento de los clavadistas....había comenzado el show. Cuando los ecos del singular espectáculo comenzaban a menguar, todas las cabezas giraron a la derecha, la mía incluida, todos los oídos escucharon lo mismo: la bocina de un barco; desde lo alto, todos los ojos vieron un velero repleto de gente, navegando en dirección al sol, mar adentro. Los pasajeros que estaban sentados sobre la baranda de estribor, al escucharse nuevamente el bocinazo, al unísono, semejando la más estudiada coreografía, se incorporaron parcialmente, según el sexo, bajaron o subieron sus ropas y mostraron sus colas...volvieron a bajar y subir shorts y mallas, tomaron asiento y giraron sus cabezas en plena carcajada, desde tierra, en lo alto, respondían nuestras carcajadas, no era el eco.
A los pocos instantes se puso el sol; cuando desaparecía en la línea del horizonte, escuché una ovación....era la primera vez que presenciaba la aclamación de un hecho natural.
De regreso al hotel me puse a hacer cuentas mentalmente; había tomado un par de cervezas, comprado un rollo fotográfico y cigarrillos, una camiseta y un cuadrito con imágenes del lugar, había gastado treinta y cinco dólares; había visto, hacía instantes, como la mayoría de visitantes a ese lugar, habían gastado más que yo...
Establecí antojadizamente el promedio en cincuenta dólares y multipliqué por mil....
Ya en el hotel, abrumado aún por la experiencia vivida donde se destacaba la ausencia de romanticismo y primaba la evaluación del hecho turístico y comercial como correspondía a un profesional que se precie, seguí pensando y comencé a interrogarme:
¿ El sol no se pone todos los días en Uruguay ?
¿ Donde se verá mejor, en Punta del Este, Piriápolis, Atlántida, Colonia, Fray Bentos, Salto, Paysandú....?
¿ Será tan difícil organizar un tour para ver la puesta del sol ?
Y para el final.....el traslado de ida y vuelta desde el hotel a la península fue gratuito.
Sergio Antonio Herrera
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