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Miércoles, 13 Junio 2007 20:29

Carlos López Puccio: "Les Luthiers somos gente sorprendente"

por Magdalena Ruíz Guiñazú
para perfil.com

14 JUN 07 - PDU
Violinista, director de orquesta y fino humorista, el canoso Luthier recuerda sus inicios en Pro Música de Rosario y su paso por I Musicisti y el legendario Di Tella.

 Tiene tres hijos y admira a Piazzolla. Está de vuelta con Los premios Mastropiero y, hablando, es Gardel.

"Antes éramos 'colectivistas' y creíamos en el brainstorming. Hoy cada uno trae lo suyo".

Todo es sol y luminosidad en una tarde que escapa al frío. En el jardín de Carlos López Puccio, un maravilloso Ginkgo biloba (el árbol de la vida) extiende sus hojas doradas y, pese al otoño, todavía se sienten el perfume de la enredadera y del césped recién cortado.

— Es una casa de muchos años que he ido refaccionando a medida que me entraba plata –se ríe.

Y el resultado es excelente con las viejas maderas conservadas y un gran ventanal que se abre sobre el jardín mientras una enorme colección de discos de pasta y partituras musicales rodea el piano en el que Carlos se define como “ un aceptable ejecutante”.

— Es una herramienta –insiste– que tuve que aprender a usar para mi carrera de dirección. Pero sí, es cierto, también he aprendido un montón de cosas que se extienden. Te diría que, prácticamente, puedo tocar cualquier cosa que tenga arco. Menos maravillosamente que el violín pero puedo hacerlo.

—¿Viola d’amore y todos esos instrumentos legendarios?
—Toqué viola da gamba durante un tiempo. Hasta lo había olvidado. Fue durante los ocho años de Pro Música de Rosario. Pero te diría que no la considero dentro de mis instrumentos porque es algo tan exótico... Hoy hay mucha literatura sobre la viola pero en aquel tiempo te diría que recién la estaban inventando.

Un chico increíble debe haber sido Carlos. También un chico desconcertante para esos padres escribanos y ajenos al mundo musical.

—Mis padres no eran melómanos –explica López Puccio–. Y tampoco cantaban. Pero mi hermano mayor (un casi padre ya que me llevaba ocho años) empezó en su adolescencia a traer a casa algunos discos de música clásica que le prestaban sus amigos. Lo primero, recuerdo, fue la 7ª sinfonía de Beethoven. Y eso cambió mi vida. Al poco tiempo era yo quien compraba esos discos juntando moneditas que iba pidiéndoles a mis padres.

Quien alguna vez ha presenciado un espectáculo de Les Luthiers habrá advertido que son pocos los instrumentos que parecen tener secretos para Carlos. Y efectivamente es así.

—Poco tiempo después de esa iniciación no convencional en la música, quise estudiar un instrumento. Y empecé con violín, por azar tal vez, porque a mis padres escribanos les resultaba un instrumento “comprensible”.

—¿Pero era lo que vos realmente querías?
—En realidad, no. Lo primero que propuse fue el clarinete, por aquello de que me gustaba Benny Goodman pero creo que en casa nadie concebía qué aspecto tenía ese instrumento y suponían que en Rosario (donde vivíamos entonces) ¡no debía existir un buen profesor! Imaginate que esto ocurría hace unos cuantos años. Mis pobres padres, seguramente preguntándose cómo les había salido un hijo músico, atinaron a conseguirme un profesor de violín como quien acepta que el hijo sea abogado o médico. ¡Profesiones conocidas! ¡Algo que se entienda!

—¿Y cómo sucedió lo de Pro Música de Rosario?
—Mirá, Christian Hernández Larguía, su director, fue algo así como un padre musical para mí. No te olvides que, hasta los 17 años, viví en Rosario. Christian era allí como un polo de luz. No solamente dirigía el Coro Estable sino que aproximadamente en 1961 armó el Pro Música, que era un conjunto de cámara de música antigua un poco sobre el modelo de los dos grupos que, entonces, se conocían en el mundo: el Pro Música Antigua de Bruselas, en Bélgica, que fue el primero que grabó música anterior al Renacimiento, y el New York Pro Música en los Estados Unidos. Fue realmente una aventura porque Hernández Larguía armó Pro Música de Rosario siguiendo esos modelos y no había entonces literatura acerca de aquellos tiempos. Era, por lo tanto, muy difícil no solamente conseguir las correspondientes ediciones sino que tampoco había instrumentos de época. Ni hablar de discografía. Sin duda, fue un trabajo encantador pero, como yo era muy chico y estaba muy pegado a Christian, no sólo lo admiraba sino que trataba de arrancarle todos sus conocimientos. En aquel entonces, mi proyecto era ser director. De pronto, conseguí una viola da gamba y, como ya tocaba el violín, Christian me dijo: “Agarrala y probá. Aquí tenés un método alemán”. Bueno, imaginate yo no hablaba alemán...

—¿Cómo se suponía que podías entender las instrucciones?
—El método tenía el texto en alemán pero también incluía partituras musicales con distintos ejercicios. Traté entonces, ya que nadie te enseñaba nada, de ubicarme a través de las fotos del libro. Ayudándome con la música que venía con el texto, finalmente lo logré y toqué así ¡durante ocho años! Incluso ya no vivía en Rosario porque me había ido a estudiar dirección orquestal a la ciudad de La Plata. Viajaba entonces a Rosario para poder tocar con Pro Música. Vos sabés que, aún hoy, siendo Christian un hombre de mucha edad, me interesa enormemente su opinión. Con el Estudio Coral de Buenos Aires voy habitualmente a Rosario una vez por año. Nos contratan generalmente el Mozarteum o el Teatro El Circulo, y Christian no falta. Está allí. Como te decía, siempre quiero escuchar su opinión y él, como buen maestro, es muy generoso en su parecer, le encanta el coro que yo dirijo a pesar de que, de hecho, es un coro muy distinto a los que él tuvo. Yo hago música contemporánea y él hizo siempre un repertorio más bien tradicional: Renacimiento, Edad Media y Barroco. Más allá de importarme lo que piensa, siempre tiene una opinión muy sensata.

—Recuerdo también que, en aquellos tiempos de Pro Música, había una magnífica ejecutante, Susana Imbern.
—Sin duda, siempre está al lado de Christian. Cantaba muy bien. Era mezzosoprano y tocaba flautas dulces. Instrumentos de viento antiguos...

—Lo que estás relatando es un debut alucinante para cualquiera y mucho más para un chico. Con razón, luego, durante tu vida, tuviste ese notable bagaje musical.
—Yo creo que tuve esa suerte porque a veces esas cosas ocurren en provincia. Siempre hay en el interior una especie de líder, de rector o de cacique musical, si querés llamarlo así, y en Rosario tuvimos la excelencia de Christian. Me dio mucho y me enseñó una cantidad cosas...

—... que, después, recreaste en Les Luthiers. Yo recuerdo que ustedes, en un principio, eran I Musicisti.
—Nuestro primer espectáculo se llamaba ¿Música?... ¡sí, claro! y era en Artes y Ciencias, un sótano de la calle Lavalle. Luego pasamos al hoy legendario Instituto Di Tella en la calle Florida con I Musicisti y las óperas históricas, y se puede decir que allí nació Les Luthiers.

—Con semejante historia, me imagino que les habrás transmitido un verdadero legado musical a tus hijos...
—Mirá, tengo tres hijos, y ninguno es decididamente músico. El mayor estudió piano (como la madre) y luego violín (como el padre). Y después, fijate lo que son las cosas, ¡se recibió de ingeniero electrónico! Hoy es melómano decidido. Vive en Barcelona y va a cuanto concierto y ópera se presentan. Mi hija del medio jamás estudió música y la cosa nunca le interesó demasiado. Es abogada. Nunca se apasionó por la música o quizá yo no se la supe “transmitir”... Mi hijo menor, el de 9 años, estudia piano por propia decisión. Cuando puedo, le hago escuchar cosas que a mí me gustan. Claro, tiene recursos diferentes que los mayores: ¡compone cosas en el Garage Band! No sé si será músico. Hay tiempo para eso –Carlos se detiene como evaluando muchas posibilidades y luego resume–; creo que siempre tuve recato en eso de transmitir la música. Una cierta sensación, tal vez originada en la aparición medio milagrosa de la música en mi propia vida, de que era algo que –como a mí– no se debía transmitir o insuflar. Por el contrario, es algo que tiene que surgir espontáneamente.

Y no podemos menos que comentar nuevamente la sensación deslumbrante que nos produjo volver a ver, un año después, Los Premios Mastropiero.

—Supongo que cada Luthier tiene su propia óptica acerca de la perfección del grupo. ¿Por qué pensás que se ha logrado este resultado tan fuera de lo común?
López Puccio se ríe francamente.
—Te voy a decir la verdad: pienso, inmodestamente, que somos gente inteligente. Todos creemos que Les Luthiers es un invento que suma las mejores posibilidades de cada uno y que, sin los demás, ninguno habría podido crearlo. Por eso tu misma pregunta tal vez encierra la respuesta. Justamente porque cada Luthier tiene su óptica acerca de la perfección del grupo, esas ópticas, en vez de chocar, se complementan. Más allá de las diferencias, me parece que todos admiramos la “perfección” del otro, esa zona en la que el otro es considerablemente mejor que uno. Y también lo dejamos crecer en esa línea porque de todos esos aportes se nutre la totalidad que, por cierto, nos supera.

—¿Cómo es entonces el método de trabajo de Les Luthiers? Por ejemplo, ¿cada uno compone un tema, una canción, o esto se elabora entre todos?
—En una época éramos “colectivistas”. Creíamos en la mesa de trabajo, en el brainstorming y todas esas cosas. Pero eso lo dejamos hace ya muchos años. En la actualidad, cada uno trae y desarrolla, en la medida que puede, las ideas que prefiere. Incluso, a veces, yo hago cosas como texto y música y llevo todo armado. En otros casos, alguien puede escribir una idea y otro ponerle música. Y te diría que es lo habitual.

—¿Ese extraordinario trabajo de conjunto es fruto de la terapia de grupo?
—Yo creo que la terapia de grupo ayudó muchísimo. No sé si específicamente a nuestro método de trabajo pero sí al respeto por el trabajo del otro y a encontrar maneras y modos de discutir, expresar opiniones sin herir. Es decir, lograr mirar para adelante. Por supuesto que es inevitable que haya desencuentros. Si esto ocurre en las parejas, ¡imaginate cuando “sos” cinco! Es mucho más complicado pero... no sé... yo creo en la terapia. La terapia ayudó mucho a poder encontrar modos reales de convivencia, de negociar y de valorar al otro incluyéndolo en lo bueno y en lo malo hasta, en algunos casos, protegiéndolo. Mirá, la música en grupo es una de esas maravillosas creaciones en las que el ser humano altera el caos, domestica el desorden del universo. Por ejemplo, unir tu voz a la de un grupo, sentir que sos parte engranaje y parte motor de un fenómeno tan apabullantemente ordenado como el musical, es una sensación grandiosa y sorprendente.

Hay no sólo sinceridad en las palabras de Carlos, sino también una cierta emoción. Con una gran claridad nos transmite algunas definiciones:
—Te digo que cuando la gente hace música en grupo –y extiende sus manos (no demasiado grandes) de pianista–, en un coro o en una orquesta, cada cual canta su propia melodía. Y lo hace con su propio ritmo. Incluso hay un deliberado desorden. Pero ese aporte se ensambla misteriosamente con el de los otros, y uno se descubre, de pronto, protagonizando un hecho superior.

Confieso que la luz del atardecer y el pensamiento de López Puccio nos impulsan a imaginar situaciones inalcanzables.

—Si, mágicamente, pudieras elegir, ¿en qué músico te reencarnarías?
Carlos no piensa demasiado.
—Sabés, curiosamente elegiría a alguien que no escribió muchas obras corales. Eligiría a Richard Strauss. Amo su música. También amo su valor para asumir un extraño rol en la historia de la música: fue un genio, un innovador pero con un lenguaje que, desde cierta perspectiva, pudo ser considerado anacrónico, superado. Porque Strauss es un gran romántico (un “post romántico”, dicen los libros) en pleno siglo XX. Y lo es con tanta maestría que, contra la opinión de muchos de sus contemporáneos de avanzada, logra producir obras geniales empleando un lenguaje supuestamente perimido. Te aseguro que yo firmaría con orgullo obras como Salomé o El caballero de la rosa. También Ariana en Naxos y las Cuatro últimas canciones. Bueno, ¡ojalá pudiera hacer por lo menos una sola! –termina, riendo.
Pensamos que es tan fascinante compartir su sabiduría como escucharlo tocar el violín. Y avanzamos con curiosidad sobre la música del siglo XX:

—¿Por qué pensás que músicos como Menotti han desaparecido cuando, en su momento, el estreno de “El cónsul” pareció abrir nuevas puertas, en 1952, a la música de posguerra?
—No tengo una respuesta que no esté condicionada por la evidencia de “mercado”. Menotti no era sino un último estertor de la ópera italiana del siglo XIX, aunque muchas de sus óperas más famosas estén escritas en inglés. Después de Puccini, nadie en aquella línea parece haber podido encontrar una continuación exitosa. En ese camino, comparte el destino de tantos otros delicados operistas italianos del siglo XX que intentaron sobrellevar el ocaso inexorable como Pizzetti o el mismo Nino Rota. Tal vez Menotti nos deslumbró un poco más porque gozó de la difusión y el empuje que brindaba el hecho de vivir en los Estados Unidos. Un “privilegio” que creo distorsionó –para bien o para mal– muchas carreras artísticas a lo largo del siglo XX. El escribir y jugar en un mercado tan influyente a nivel internacional posibilitó seguramente el éxito de artistas que, en otros países, habrían pasado inadvertidos. También confirió a muchos de ellos una fama transitoria como consecuencia de la inmensa influencia que ese mercado enorme imprimía a sus carreras. Siempre me ha intrigado esta idea ¿Toscanini hubiera sido la figura emblemática en la que se convirtió si no hubiera vivido en Estados Unidos durante la posguerra? ¿Sus conciertos hubieran conmovido al mundo si no hubieran tenido la capacidad de comunicación de la NBC? O también: ¿Furtwangler no habría sido un artista más reconocido si no hubiera estado en un mal lugar en el peor momento? O, al revés, ¿alguien recordaría a Eugene Ormandy de haber nacido y vivido en un pequeño país de la Unión Soviética?

—Y de Piazzolla, por ejemplo, ¿qué pensás?
—Es uno de nuestros pocos grandes creadores. El principal. Te diría también que Astor fue de los que construyeron un sonido “argentino”, de referencia. En segundo lugar, me arriesgaría a nombrarte a Guastavino y ya el tercero... bueno, me costaría más. Creo que Ariel Ramírez puede figurar en la terna.