Entre otros factores, el asiento y la persona que tengamos al lado nuestro como compañero de viaje son determinantes a la hora de abrocharnos el cinturón. Cuando alguien prepara un viaje en avión son varias las circunstancias que afectan nuestro estado de ánimo. No nos detendremos en el enorme abanico de factores que desde el punto de vista personal pueden influir a la hora de viajar. Simplemente detengámonos en las condiciones concretas que hacen que debamos subirnos a un avión. Y las posibilidades pueden ser varias: motivos laborales, asuntos personales de fuerza mayor, obligaciones particulares de cualquier índole, vacaciones, etc. Cada una de las motivaciones de nuestro viaje provocan en cada uno de nosotros algún comportamiento: vamos al aeropuerto de mala o de buena gana. Generalmente cuando alguien viaja como turista la predisposición es muy buena y, estamos decididos a que nada nos arruine nuestras merecidas vacaciones. Se supone que vamos con la familia o con amigos y que desde el momento mismo que llegamos al aeropuerto (o desde antes) el viaje ya comienza a disfrutarse. Pero está el otro extremo, que es aquel que tiene que ver con circunstancias que no están ligadas generalmente al placer sino, a la obligatoriedad de viajar. En este caso, la explicación laboral, ligada a la rutina de todos los días (con mayor tensión si ya hace un buen tiempo que viajamos con frecuencia) nos predispone no de la mejor manera. El estrés de viajar por motivos profesionales no desaparece de nuestro entorno por la simple voluntad de que "nada va a arruinar nuestro viaje". Vuelos atrasados, aeropuertos congestionados, tránsito pesado, el estado del tiempo, reuniones inútiles, comunicaciones imposibles, etc., hacen que el viaje por asuntos laborales no sea de los más disfrutables.
Cada vez que llegamos al aeropuerto, que debemos madrugar para estar religiosamente dos horas antes de la salida del vuelo (no sea cosa que nos dejen abajo...), nos enfrentamos al personal de la aerolínea, presentamos nuestra documentación y preguntamos si tenemos el asiento reservado. Mientras hacíamos la fila, esperando el momento para nuestra atención, mirábamos el resto de nuestros compañeros de viaje y pensábamos: ¿será hoy, por fin el día que la morocha que está haciendo su check-in le toque el asiento al lado del mío o que aquella rubia que está llegando a la fila me pida una lapicera o me pregunte si es más cómodo viajar del lado de la ventanilla que del pasillo? Como la persona que nos atendía demoraba un poco con el trámite de nuestro check-in, volvimos a "relojear" la fila, cayendo una vez más en nuestros pensamientos. De repente, la persona que nos está atendiendo nos dice que no tenemos nuestro asiento reservado para ninguno de los tres vuelos que comprende el viaje: hermosa manera de comenzar nuestro viaje por motivos de trabajo. Viajamos solos, lejos, un montón de horas y, todavía, sin las mínimas comodidades que suponíamos estaban resueltas desde hace varios días. Las protestas ante la aerolínea y las futuras reclamaciones a nuestro agente de viajes no lograrían que nos designaran un asiento que no fuera otro que en el medio de dos personas. El primer vuelo comprendía algo menos de una hora de viaje, podríamos soportarlo, pero el segundo ya se trataba de cruzar el océano. Rezábamos para que en este segundo vuelo quienes se sentaran junto a nosotros fueran persona jóvenes, que no se desparramaran en el asiento, que no se sacaran los zapatos, que no se levantaran a cada rato, que no se durmieran en nuestro hombro, que no dejaran restos de comida en nuestro asiento, etc. Pero para esto faltaba todavía y, ni siquiera, habíamos salido del mostrador. Nuestra esperanza comenzó a esfumarse cuando dentro de la sala de embarque veíamos cómo la morocha del check-in se iba en otro vuelo. Pero como no todo podía salir mal, divina fue nuestra sorpresa cuando vimos a la rubia que había hecho la fila detrás nuestro en el momento del despacho, subiendo al mismo avión que nosotros. Poco nos duró la alegría, cuando sentados en nuestro asiento y viendo que pasaban el resto de los pasajeros y nadie se sentaba junto a nosotros creíamos que alguno de los dos asientos a nuestro lado estaba reservado para la más linda de la fila, cuando la vemos entrar y sentarse 34 filas por delante de la nuestra. Tan pronto como comprobábamos que nuestra esperanza de tener un viaje entretenido se perdía definitivamente, nos acomodábamos para darle paso a una señora de unos 130 kilos que se sentaría de nuestro lado derecho y a un señor de 2,1 metros que sería nuestro compañero de viaje del lado izquierdo. Para quienes deben viajar obligatoriamente con mucha frecuencia no es poca cosa tener resuelto el tema del asiento. De todas formas, ya vemos que, aún así, a último momento el viaje puede complicarse (antes de iniciarlo). Ah, el océano lo cruzamos con una madre y un bebé de un lado y el padre y la nena de 3 años del otro lado... divino... otro día les cuento.