por Diego Fischer
Montevideo luce sucia, desaliñada de este a oeste y de sur a norte. Y
no sólo por el prolongado conflicto de Adeom que a todos nos tiene
saturados, por ser elegante en la expresión. La cosa viene de antes, de
mucho antes.
La basura desparramada se ve al pie de los contenedores, en los barrios en que los hay, y diseminada por todos lados en las zonas que carecen de este sistema.
Las papeleras son prácticamente inexistentes en las avenidas y cuando se divisa una, alguien se encargó de quemarla -tal vez arrojando un pucho encendido- o está atestada de desperdicios.
Los refugios de las paradas de los ómnibus muestran destrozos.
Los parques y plazas -con excepción de las que su cuidado está a cargo de vecinos o empresas privadas-, dan tristeza.
A los monumentos se los mutila para vender sus partes como bronce o por el ejercicio perverso de destruir.
Hasta los árboles son víctimas de vandalismo. Y de la indiferencia de las autoridades competentes.
Semanas atrás estuve en el Palacio Municipal; hacía más de años 5 años que no concurría al centro de conferencias y a la sala superior, en la que los intendentes de turno, entre otras cosas, reciben a jefes de Estado extranjeros y les entregan las llaves de la ciudad.
El interior del edificio no escapa a la norma, y desde los ascensores para el público que asiste a los congresos, hasta el propio salón de gala lucen como la ciudad: dejada, desprolija.
Es coherente, dirá usted.
Coherente y patético.
Por el centro de conferencias pasan mensualmente cientos o miles de profesionales extranjeros de todas las disciplinas.
El descuido es generalizado.
Y lo peor es que los montevideanos nos hemos acostumbrado.
Se cosecha lo que se siembra.
Es una ley de la naturaleza y de la vida de todo ser humano.
Cabe preguntarnos: ¿quién y cuándo sembró tanta desidia e indiferencia?
El País de Montevideo