por Federico Ruiz de Andrés, periodista
A la más mínima señal de cierta adversidad meteorológica; bien sea ésta
lluvia, nevada, ola de calor o rayos y centellas; tanto las autoridades
responsables como un amplio corolario de medios de comunicación no
escatiman sus esfuerzos para que el ciudadano de a pie se piense
seriamente si ha de emprender o no su viaje.
Cualquiera diría que muchos de nuestros colegas ansían plenamente torcer las voluntades de la rasa humanidad para que se queden en casa, al abrigo de sus cuitas y parsimoniosas ceremonias cotidianas.
Un tráfico denso, un accidente aéreo, una borrasca avecinándose, un bochorno del estío, un overbooking sobredimensionado o un estornudo del vecino
todo son excusas para que el conjunto de la población modere su espíritu viajero.
Al hilo de ese insidiante y lo peor está por llegar, uno se siente abrumado y cercenado en su pública libertad de hacer lo que nuestros cuerpos nos piden; que es viajar. Que es conocer. Abrir bien los ojos para contemplar extraños horizontes. O cerrarlos para sestear en la primera u olvidada playa.
El nuevo virus ataca y no hay medio que no maneje a discreción imágenes de sujetos amordazados de boca y espíritu.
Siempre aparece la subrepticia impresión de que esto va a más y de que nadie somos si no nos acobardamos y encorvamos nuestro cuerpo y espíritu ante la presión del ambiente circundante.
Todos parecen querer decirnos que buena gana, con lo bien que se está en casa
. Y ante el ataque de los media, es tiempo de rebeldía.
El ímpetu viajero es ahora, más que nunca, necesario. Una vez que las aguas parecen encauzarse y conociendo que la pandemia no es apocalíptica, se sienten las ganas de conseguir ese boarding-pass que nos da la vida a aquellos que la apreciamos lejos del sofá.
Sin duda; por lo que nos queda por vivir, lo mejor está ahí; ahora mismo.
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