Era un domingo por la noche.
Aproximadamente a la una menos cuarto de la mañana, llamó desde una de las júnior suites un cliente habitual interesándose por unos trajes que debería tener limpios y planchados en su habitación. Pensé que a lo mejor las compañeras de pisos se habrían equivocado de habitación al subir los trajes, por lo que miré en todas las suites libres. No hubo suerte. Luego imaginé que a lo mejor los trajes limpios estaban aún en la lavandería, por lo que fui allí a buscarlos. Ni rastro. A ratos, entre excursión y excursión, volvía a la Recepción, por si había alguien. El cliente volvió a llamar apremiando porque era tarde, al día siguiente tenía que madrugar y necesitaba los trajes a primerísima hora. Le ofrecí subírselos en cuanto llegara la primera compañera de pisos, pero no aceptó. Estaba decidido a tener los trajes esa misma noche. Luego pensé que a lo mejor los trajes estaban en algún office, así que los fui recorriendo uno por uno. Tampoco hubo suerte esta vez. Resignado, llamé a la gobernanta para preguntarle si ella sabía qué podía haber pasado con los trajes. Medio dormida, me dijo que estaban en su despacho.
El despacho de la gobernanta es un pequeño cuarto junto a la lavandería, en el parking del hotel. Casi emocionado por poder darle los trajes al cliente, y tras una odisea de paseos para encontrar las llaves, voy al despacho. Abro la puerta y al ver los trajes se me abrió el cielo. Los recojo, me dirijo a la puerta y el picaporte gira, ¡pero la puerta no se abre! Intento una, dos, tres veces. Genial, me acabo de quedar atrapado en un cuarto del parking con las llaves puestas por fuera. Momentos de agobio. Tomo aire, y sin demasiada fe, intento abrir la puerta, pero esta vez tampoco abre. De pronto, veo pasar mi breve vida laboral en la cadena casi en diapositivas: el primer check-in, el sistema que no carga, aquella impresora atascada
De vuelta a la cruda realidad, recuerdo que tengo la puerta del hotel cerrada y varios clientes fuera cenando. Hay que buscar cómo salir. Repaso el despacho buscando alguna llave que abra la puerta. Nada. Busco un teléfono con el que llamar a mi casa para que mi mamá venga a abrirme. La cosa mejora por momentos: no da línea exterior. Además, poco podría haber solucionado, porque la puerta del hotel está cerrada y la del parking sólo puede abrirse desde recepción. Hay dos opciones, me echo a dormir y mañana será otro día y ya me recogerán cuando venga alguien, o salgo por las malas. Busco algo con que abrir la puerta, pero no veo nada con lo que intentar hacer palanca o intentar hacer el resbalón a la puerta, pero no hay ni siquiera ninguna tarjeta. Abro un cajón y encuentro unas tijeras de costura.
Armado con las tijeras, desmonté los dos tornillos del picaporte, y con las tijeras cerradas, hice girar el cuadradillo que mueve el resbalón de la puerta y pude salir. Con sudores fríos y las piernas temblando del agobio, subí los trajes al cliente. ¡Qué cara llevaría que el hombre me dio las gracias a media voz y con cara de susto!
Desde entonces, cada vez que tengo que salir de la Recepción, SIEMPRE llevo mis tijeras de costura.
Fuente: historiasenhoteles