decía con su inconfundible acento y fascinada con el paisaje que se le presentaba ante sus ojos. A cada rato me pedía que aminorara la marcha para sacarle fotos, con una máquina digital, a los jardines siempre verdes y cuidados del barrio más elegante de Punta del Este. Flavia vive en San Pablo. Vino a pasar fin de año a Punta del Este. Habita en una urbanización cerrada, en las afueras de la ciudad. Para salir o llegar a su casa debe sortear barreras y controles de seguridad privados, que obviamente ella también paga. Se mudó allí para vivir tranquila, lejos del ruido de una ciudad violenta.
También para ver el sol y escuchar el canto de los pájaros.
"No acredito, las casas abiertas y la gente sin custodia en los jardines", comentó mientras transitábamos por Mar del Plata hacia la avenida Alonsopérez. "Esto es calidad de vida", afirmó, al tiempo que fotografiaba a tres niños, que andaban en bicicleta por la calle. "¿No hay robos acá?", preguntó. "Sí, muchos, con respecto a años pasados en que la gente no cerraba las puertas con llaves", le respondí. Y le conté que la noche anterior a mi hermana Patricia, en su casa de la Parada 16 de la Mansa le habían robado, durante la noche, toda la ropa del tendedero. Se rió. Creyó que era una broma. El paseo terminó en L`Auberge; comiendo waffles con dulce de leche, como corresponde.
Allí, Flavia se encontró con un matrimonio amigo, también paulista. "Olha que sorpresa", exclamaron. Hacía dos años que no se veían. "Esto es increíble y maravilloso, como Punta del Este", sostuvieron a coro los tres brasileños.
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